El mayor envenenamiento de la historia está sucediendo ahora
El mayor envenenamiento de masas de la historia está sucediendo ahora, en estos momentos. No es una metáfora, ni una exageración mediática. Se trata, en realidad, de un veredicto copiado, letra a letra, de un comunicado de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Por si aún cabe alguna duda, otras instituciones de prestigio han llegado a conclusiones parecidas. Por ejemplo la Universidad californiana de Berkeley, que tras un trabajo de campo de varias semanas cerró su informe advirtiéndonos de estar viviendo “una tragedia de dimensiones muy superiores a Chernobyl”.
Si todavía no han oído hablar de ello es, probablemente, porque está ocurriendo en uno de los países más pobres y olvidados del mundo. En la castigada Bangladesh, concretamente, donde algo más de la mitad de sus 154 millones de habitantes está envenenándose, en mayor o menor grado. Estamos hablando de en torno a 80 millones de personas que beben diariamente agua contaminada con arsénico, un veneno inodoro e incoloro que fluye en grandes cantidades en al menos el 40% de los grifos.
Aunque no hay cálculos médicos fiables, el veneno estaría matando directamente a cerca de 100.000 personas cada año, mientras que varios millones sufren problemas graves de salud, incluido cánceres y gangrenas, según la ONU. En algunas zonas del sur, donde más incidencia tiene el fenómeno, uno de cada diez habitantes fallece con diagnósticos relacionados con esta lenta y silenciosas “mordedura” de lo que en las aldeas se conoce como “el agua del demonio”.
El arsénico es un asesino que se toma su tiempo y apenas avisa. Los únicos síntomas externos son extrañas manchas y verrugas en las palmas de las manos y los pies, que con el correr de los años pueden convertirse en gangrena o en tumores malignos. Y, mientras tanto, la carcoma actúa por dentro: ataca los órganos, sobre todo riñones y pulmones, desencadenando un increíble abanico de enfermedades, muchas de ellas mortales. No hay tratamiento, ni antídoto. Lo único que se puede hacer para combatir el veneno es dejar de tomarlo, reposar y comer bien una temporada. En definitiva: una receta que está completamente fuera del alcance de la mayoría de los habitantes de Bangladesh.
Los culpables de la catástrofe no hay que buscarlos esta vez entre las grandes multinacionales, ni en medio a los perversos efectos del capitalismo salvaje con los que suelen colorear estas historias. Puestos a encontrar un responsable, habría que apuntar más bien a las organizaciones humanitarias que, a finales de los años 70, encabezadas por UNICEF y el Banco Mundial, proyectaron y pagaron el sistema de aguas y cañerías de Bangladesh.
En este país maldito, azotado al mismo tiempo por ciclones asesinos como por terribles sequías, sólo una pequeña elite conocía el agua corriente. La mayoría de sus gentes bebían en charcas y ríos, donde el líquido se mezcla con deshechos y donde abundan todo tipo de bacterias. En el Bangladesh de los años 70, estos microscópicos organismos eran responsables de millones de diarreas, que causaban la muerte de unos 250.000 niños cada año. Y fue esta situación lo que provocó la acción del humanitarismo internacional, que animó al Gobierno a crear pozos, tuberías y agua corriente; subvencionando la mayor parte de las obras.
Un cúmulo de negligencias
No hubo, por supuesto, malas intenciones, pero algunos expertos denuncian que sí se incurrió en negligencias. La más grave: no analizar debidamente la composición de las aguas subterráneas, que en Bangladesh y especialmente las áreas más pobladas, tienen una concentración de arsénico sin precedentes. Tan sólo algunas provincias de Taiwán y pequeñas zonas semi-despobladas de Chile y Argentina han registrado niveles similares.
El resultado ya lo saben: un lento envenenamiento que no se hizo público hasta bien entrados los años 90 y que, a pesar de los esfuerzos del Gobierno de Bangladesh, es realmente difícil de combatir sin una inversión millonaria. Por cierto que, dicho sea de paso, con cañerías o sin ellas, las diarreas siguen siendo la principal causa de mortalidad infantil de un país que ostenta el récord asiático en materia y que se sitúa entre los primeros puestos en los índices mundiales.
¿Y qué hacer? Porque volver atrás y abandonar el agua corriente es a estas alturas imposible. Las sequías, la basura, los hábitos de vida y por supuesto las bacterias (que siguen ahí, aumentando en número a causa de la superpoblación) hacen que las aguas de charcas y ríos sean casi igual de peligrosas que el arsénico. Además, resulta extremadamente difícil convencer a la gente de que vuelva a beber de turbios charcos y no en el agua fresca y transparente que sale del grifo, sobre todo después de haberles dicho durante décadas lo contrario.
El Gobierno de Bangladesh, respaldado por la OMS y otras instituciones internacionales, puso en marcha hace ya una década un programa de acción que, sin embargo, no parece estar funcionando. Un consultor local de la OMS explicaba recientemente cómo los casos de envenenamiento han aumentado un 20% en los últimos años. Soluciones, por supuesto, hay muchas, pero todas adolecen de un mismo defecto: cuestan dinero. Por ejemplo, los filtros para purificar el agua se pagan a 30 euros por grifo (y eso los más baratos: subvencionados por el Gobierno). Esto eso: un verdadero dineral en un país donde la mayoría subsiste con menos de un euro y medio al día.
Pozos más profundos para alcanzar las capas freáticas no contaminadas, un sistema de purificación importado de Alemania, potabilizadoras para el agua de los ríos… Los proyectos y alternativas se suceden pero, hasta el momento, la única solución que ha funcionado como paliativo es pegarle un brochazo de pintura roja a todos los grifos que emanan arsénico, para advertir a la población de que es mejor no ingerir el agua que de allí sale.
En esta espiral de los horrores, el arsénico está provocando, de paso, escenas que recuerdan a las epidemias de lepra en la Edad Media. En muchas aldeas, los infectados son segregados apartados del resto. Por ejemplo, los maridos se divorcian de las mujeres con verrugas o manchas, los niños afectados son expulsados de las escuelas y los hombres pierden su trabajo. Y lo peor: no se les permite beber agua de los grifos que están “limpios” a causa de la más básica de las supersticiones. Se teme que el envenenado infecte el agua del resto.
Ahora saben porque la OMS, la misma organización que combate con un presupuesto millonario la famosa pandemia del virus A H1N1, habla del “mayor envenenamiento de masas de la historia”, aunque sus informes no consigan ni tan siquiera llegar hasta las páginas de los diarios. Si tomamos la frase en su sentido literal, habría que poner el envenenamiento de Bangladesh por encima del que sufrieron durante siglos una buena parte de los súbditos del Imperio Romano, al utilizar plomo en sus cañerías. La principal diferencia es que, en aquella época, nadie sabía lo que estaba pasando.
El confidencialSi todavía no han oído hablar de ello es, probablemente, porque está ocurriendo en uno de los países más pobres y olvidados del mundo. En la castigada Bangladesh, concretamente, donde algo más de la mitad de sus 154 millones de habitantes está envenenándose, en mayor o menor grado. Estamos hablando de en torno a 80 millones de personas que beben diariamente agua contaminada con arsénico, un veneno inodoro e incoloro que fluye en grandes cantidades en al menos el 40% de los grifos.
Aunque no hay cálculos médicos fiables, el veneno estaría matando directamente a cerca de 100.000 personas cada año, mientras que varios millones sufren problemas graves de salud, incluido cánceres y gangrenas, según la ONU. En algunas zonas del sur, donde más incidencia tiene el fenómeno, uno de cada diez habitantes fallece con diagnósticos relacionados con esta lenta y silenciosas “mordedura” de lo que en las aldeas se conoce como “el agua del demonio”.
El arsénico es un asesino que se toma su tiempo y apenas avisa. Los únicos síntomas externos son extrañas manchas y verrugas en las palmas de las manos y los pies, que con el correr de los años pueden convertirse en gangrena o en tumores malignos. Y, mientras tanto, la carcoma actúa por dentro: ataca los órganos, sobre todo riñones y pulmones, desencadenando un increíble abanico de enfermedades, muchas de ellas mortales. No hay tratamiento, ni antídoto. Lo único que se puede hacer para combatir el veneno es dejar de tomarlo, reposar y comer bien una temporada. En definitiva: una receta que está completamente fuera del alcance de la mayoría de los habitantes de Bangladesh.
Los culpables de la catástrofe no hay que buscarlos esta vez entre las grandes multinacionales, ni en medio a los perversos efectos del capitalismo salvaje con los que suelen colorear estas historias. Puestos a encontrar un responsable, habría que apuntar más bien a las organizaciones humanitarias que, a finales de los años 70, encabezadas por UNICEF y el Banco Mundial, proyectaron y pagaron el sistema de aguas y cañerías de Bangladesh.
En este país maldito, azotado al mismo tiempo por ciclones asesinos como por terribles sequías, sólo una pequeña elite conocía el agua corriente. La mayoría de sus gentes bebían en charcas y ríos, donde el líquido se mezcla con deshechos y donde abundan todo tipo de bacterias. En el Bangladesh de los años 70, estos microscópicos organismos eran responsables de millones de diarreas, que causaban la muerte de unos 250.000 niños cada año. Y fue esta situación lo que provocó la acción del humanitarismo internacional, que animó al Gobierno a crear pozos, tuberías y agua corriente; subvencionando la mayor parte de las obras.
Un cúmulo de negligencias
No hubo, por supuesto, malas intenciones, pero algunos expertos denuncian que sí se incurrió en negligencias. La más grave: no analizar debidamente la composición de las aguas subterráneas, que en Bangladesh y especialmente las áreas más pobladas, tienen una concentración de arsénico sin precedentes. Tan sólo algunas provincias de Taiwán y pequeñas zonas semi-despobladas de Chile y Argentina han registrado niveles similares.
El resultado ya lo saben: un lento envenenamiento que no se hizo público hasta bien entrados los años 90 y que, a pesar de los esfuerzos del Gobierno de Bangladesh, es realmente difícil de combatir sin una inversión millonaria. Por cierto que, dicho sea de paso, con cañerías o sin ellas, las diarreas siguen siendo la principal causa de mortalidad infantil de un país que ostenta el récord asiático en materia y que se sitúa entre los primeros puestos en los índices mundiales.
¿Y qué hacer? Porque volver atrás y abandonar el agua corriente es a estas alturas imposible. Las sequías, la basura, los hábitos de vida y por supuesto las bacterias (que siguen ahí, aumentando en número a causa de la superpoblación) hacen que las aguas de charcas y ríos sean casi igual de peligrosas que el arsénico. Además, resulta extremadamente difícil convencer a la gente de que vuelva a beber de turbios charcos y no en el agua fresca y transparente que sale del grifo, sobre todo después de haberles dicho durante décadas lo contrario.
El Gobierno de Bangladesh, respaldado por la OMS y otras instituciones internacionales, puso en marcha hace ya una década un programa de acción que, sin embargo, no parece estar funcionando. Un consultor local de la OMS explicaba recientemente cómo los casos de envenenamiento han aumentado un 20% en los últimos años. Soluciones, por supuesto, hay muchas, pero todas adolecen de un mismo defecto: cuestan dinero. Por ejemplo, los filtros para purificar el agua se pagan a 30 euros por grifo (y eso los más baratos: subvencionados por el Gobierno). Esto eso: un verdadero dineral en un país donde la mayoría subsiste con menos de un euro y medio al día.
Pozos más profundos para alcanzar las capas freáticas no contaminadas, un sistema de purificación importado de Alemania, potabilizadoras para el agua de los ríos… Los proyectos y alternativas se suceden pero, hasta el momento, la única solución que ha funcionado como paliativo es pegarle un brochazo de pintura roja a todos los grifos que emanan arsénico, para advertir a la población de que es mejor no ingerir el agua que de allí sale.
En esta espiral de los horrores, el arsénico está provocando, de paso, escenas que recuerdan a las epidemias de lepra en la Edad Media. En muchas aldeas, los infectados son segregados apartados del resto. Por ejemplo, los maridos se divorcian de las mujeres con verrugas o manchas, los niños afectados son expulsados de las escuelas y los hombres pierden su trabajo. Y lo peor: no se les permite beber agua de los grifos que están “limpios” a causa de la más básica de las supersticiones. Se teme que el envenenado infecte el agua del resto.
Ahora saben porque la OMS, la misma organización que combate con un presupuesto millonario la famosa pandemia del virus A H1N1, habla del “mayor envenenamiento de masas de la historia”, aunque sus informes no consigan ni tan siquiera llegar hasta las páginas de los diarios. Si tomamos la frase en su sentido literal, habría que poner el envenenamiento de Bangladesh por encima del que sufrieron durante siglos una buena parte de los súbditos del Imperio Romano, al utilizar plomo en sus cañerías. La principal diferencia es que, en aquella época, nadie sabía lo que estaba pasando.
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